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NAVIDAD DE ABRAHAM VALDELOMAR
CARTA PASCUAL
Señor don Jesús de Nazaret
En el cielo, a la diestra de Dios Padre Todopoderoso
Mi Señor y mi Dios
No es gran merito que en mi sazonada juventud continúe siendo tu
siervo, pero creo que tiene algún valimiento el que lo sea después haber
leído la vida de Mahoma, a través de la admirables páginas de un
súbdito ingles, tu hijo y mi hermano, Thomas Carlyle.
Porque de no seguir tus pasos para besarlos, te declaro, con toda
hidalguía y con la franqueza que me has dado, que seguiría a aquel sabio
profeta que entra triunfador en Medina Al-Nabí y que escribiera el
fantástico Corán en omóplatos de carneros.
Pero pláceme ser
cristiano, el libro de mi predilección, me parece pensada por ti y
escrita por los doce apóstoles, para deleitar mi espíritu. ¡Que firmeza y
que elocuencia desbordante, y que galana sencillez en el decir, y qué
pureza para concebir la otra, la verdadera vida! El Corán es más bien
una exaltación de los sentidos, Mahoma, el ilustre viudo, era austero,
pero dejó a sus musulmanes una religión gastronómica. Su admirable libro
parece escrito, en ciertos pasajes, por Brillat-Savarino o por aquel
discretísimo primer mayordomo del cardenal Richelieu. Y es que hay dos
cosas que no se pueden juntar: las teorías metafísicas y el cerdo
relleno. Por eso, señor. Prefiero tu cielo sin banquetes y sin huríes,
pero plácido, tranquilo, transparente, bueno, musical, fresco e
intangible. ¿Para que desearía, mi divino Jesús, ir al cielo, si aún
allí las carnes me habían de torturar y si iban a atarme las mujeres con
las cadenas de sus brazos mórbidos?
Pero te hablaba de la
Biblia. Tengo una edición inglesa con pasta flexible. La he leído con
detención en estos días de tu nacimiento. David me ha enternecido. El
poeta, tu ancestral, debió ser sensible como una rosa de Jericó. Fue rey
poeta, como el Káiser, y obligadamente tenía que ser de la predilección
de tu padre. San Juan, aquel autor del Apocalipsis, ha exaltado mi
fantasía de meridional. ¿Y aquella Ruth, la espigadora, que parece
sacada de un poema de mistral? Ella es el esparcimiento de mi más pura
contemplación. Sólo de tales gentes, nobles y sencillas, pudo salir el
pueblo electo y pudiste salir tú, que eres la encarnación de todas las
virtudes, de la sabiduría, de la verdad y del Amor.
Yo te amo y soy
tu siervo, porque eres humilde y de humildes vienes. Por haber nacido en
el establo, por ser hijo de un carpintero, porque tu padre ha sido el
único sobre la tierra que montó a burro y no fue ridículo. Porque,
desengáñate: tú no eres un Dios de humildes y dolientes, de triste y
desconsolados, de pobres de hacienda y de felicidad. Tú eres lo que
faltaba en el mundo: la generosidad, el amor, la abnegación. Por primera
vez, el consuelo de una nueva vida. ¿Qué vale, al lado de esto, todo lo
que Prometeo dio a los hombres? ¿Te acuerdas de ese presuntuoso párrafo
de Sófocles, en que Prometeo enumera a las Oceánidas los bienes que
hizo? Aquella declaración, vibrante y hermosa, es el complete-renda de
la presunción. Sin embargo, lo encadenaron. Tú nos distes más y te
crucificamos entre dos ladrones. Y tú, señor, nunca te quejas ni hablas
de ello.
Coordinabas mi razón, a los cinco años, cuando empecé a
conocerte por boca de mi madre. Tú, que como yo quisiste tanto a la
tuya, sabes que las madres, no se equivocan, sobre todo cuando uno tiene
cinco años. Ella, mi madre, me hablaba de ti, encantado escuchaba yo
las largas pláticas pintorescas, sobre todo tu nacer, vivir y luchar.
Supe que tuviste partidarios selectos, que hoy te acompañan y que sin
embargo alguna vez te negaron; supe que la soldadesca se burlaba de ti
porque te temía; sé que un pobre pecadora enjugó tus divinos pies con su
cabellera de ébano porque la perdonases, y que fue de las contadas que
asistieron, según Rubens, al descendimiento de la cruz.
Una
noche, clara y serene, con ésta en que te escribo, mi madre cogió me de
la mano, en ese lindo puerto de Pisco donde pasé mis infantilidades, y
me dijo.
--vamos a ver el nacimiento de Dios, hoy a las doce nace Nuestro Señor Jesucristo…
Salimos. En la ciudad celebrabas con alborozo tu nacimiento. Quien veía
aquel reír de bocas y silbar de pitos, y crujir de maracas y chocar de
voces, y reclamar de vendedores y chocar de gente, tenía que comprender
que esa era tu pueblo. En el templo, la magnificencia luminosa desleía
su paz sobre las mil personas que cruzaban la estrecha nave con
dificultad. El incienso perfumaba y purificaba el ambiente, y en sus
nubes se quebraban las luces. En el altar mayor, que esbeltos cirios
decoraban, te vi, señor, entre la paja bíblica, con tu cabeza nimbaba,
recibiendo el homenaje de tu padre feliz y de tu santísima madre
encantado, la Virgen María. Una estrella de cauda luminosa, guiaba hacia
ti a los reyes de todas las progenies, que aparecían diminutos sobre
los cerros de cartón-piedra, cabalgando caballos engalanados. Toda una
humanidad vivía en aquel nacimiento, pululando entre bosques, ríos, y
lagos, llanos, montañas y sembríos. Besé tus pies divinos, pulidos y
fríos, y me dijeron que ya no me condenaría. Cantaron matinés, dijo su
sonoro decir de gallo, y viniste al mundo la mil ochocientas noventa
vez.
Vueltos a caso, se abrió la puerta del comedor y
apareció la mesa. Sobre el blanco mantel había una cena regalad, aunque
humilde. Un lechoncito tostado al horno, con almendras y pimentones,
holgado en hojas verdes de lechuga, plátanos; racimos de uvas pintados,
ácidas a la vista; una empanada de choclo dorada al fuego como joya de
orfebre, y pan calientito. De la cocina llegaba el olor escandaloso de
los chicharrones, humeaban los tamales en una fuente entre las marchitas
hojas de banano y el ponche de agrás, oliendo a canela y nuez moscad,
lucía en una jarra transparente. Además, rosas, claveles, jazmines,
aromas y albahaca.
Durante la cena, entre el tamal y el pastel
de choclo, me quede dormido. Alguien había insinuado en la mesa un
cuento de Navidad. Soñé que lobos y perros furiosos atacaban mi caravana
en una pampa ilimitada. Luché con ellos durante mucho tiempo y el fin
de la lucha, ensangrentado pero fuerte, te vi venir a mí. Desde entonces
te adoro, señor, y por eso te escribo, porque sé que Eres y que me
escuchas. Quiero, pues, informarte de lo que veo.
Las cosas,
hablando en oro, están muy mal desde que te fuiste, Hijo de Dios. A los
hombres, que antes iban hasta el crimen para defenderte, ya no les
importa de ti. Aquí, en esta ciudad donde inquisidores crueles quemaran
herejes, ya no hay inquisidores y, como consecuencia, los herejes han
invadido todos los caminos. Son ahora, escritores, frailes, médicos,
políticos, poetas, rufianes, apóstoles y jóvenes serios.
Dobles, perfilada, deslealtad, vileza, cobardía, ingratitud, atrofian el
sentimiento; necedad, bellaquería, presunción, chabacanería y
esterilidad, son exponentes; de la inteligencia; la abulia reina y el
mal gusto impera. Así está tu mundo, señor, este mundo por el cual te
dejaste colgar de una cruz del Líbano.
No me inculparas de
pesimista. Tú sabes que me harta la manada y que soy y seré el más feliz
de tus siervos, siempre que no me niegues el cielo, el mar, la tierra,
los arboles, mis recuerdos, uno que otro libro favorito y tu bendición,
señor.
























