Zhuangzi

La verdadera grandeza no necesita ser ostentosa. La verdadera sabiduría no necesita ser demostrada. Zhuangzi

martes, febrero 01, 2022

Marco Martos- Darío Jaramillo Agudelo. Enero-2022- Apuntes, d.j.a. Wolfram Eilenberger, El fuego de la libertad (Taurus).-

Marco Martos


Marco Martos-
Darío Jaramillo Agudelo.
Enero-2022-
Apuntes, d.j.a.


Wolfram Eilenberger, El fuego de la libertad (Taurus).-

De Tiempo de magos a El fuego de la libertad.- Con Tiempo de magos, Wolfram Eilenberger (Friburgo, Alemania, 1972) inauguró todo un estilo para hablar de filosofía de una manera informada, sensitiva y profunda sin ser confuso ni renunciar al humor y mucho menos a las anécdotas personales. Ver reseña en Gozar Leyendo # 112 espichando aquí. En Tiempo de magos, los protagonistas son cuatro filósofos alemanes: Ludwig Wittgenstein, Walter Benjamin, Martin Heidegger y Ernst Cassirer y abarca el decenio comprendido entre 1919 y 1929. Allí se refiere a la época que se vivía (escasez, inflación, pobreza, poco trabajo), a la vida de cada uno de los pensadores –incluyendo detalles de sus cotidianidades que logran humanizarlos– y a la respetuosa y muy clara explicación de sus teorías.


En el libro que nos ocupa, cuyo título completo es El fuego de la libertad. El refugio de la filosofía en tiempos sombríos 1933-1943, el estilo y las líneas narrativas son semejantes al anterior, y se refiere a cuatro filósofas de la época, tres de las cuales eran más o menos predecibles: Hannah Arendt, Simone de Beauvoir y Simone Weil. La cuarta que trata –y un escalofrío me provoca su inclusión que toma en cuenta la realidad política de nuestro tiempo– es una ruso-norteamericana, conocida como el gran best seller del pensamiento más crudamente capitalista y más tercamente antisolidario. Sus novelas han vendido millones y es la madre del Tea Party de Estados Unidos. Me refiero a Ayn Rand.

Ayn Rand.- Dice Eilenberger que “desde el punto de vista de Rand, los crímenes de Hitler y de Stalin obedecían a la misma lógica, que no era sino la de un violento avasallamiento por parte del Estado de cada individuo en nombre de un colectivo idealizado”. En sus propias palabras: “Estos horrores solamente los han hecho posibles hombres que han perdido todo el respeto por los seres humanos únicos, individuales, y que defienden la idea de que las clases, las razas y las naciones importan, pero no las personas concretas, de que la mayoría es sagrada, pero las minorías no son más que desechos, de que los rebaños cuentan, pero no el individuo. ¿Qué posición tomar? Aquí no hay término medio”.


Y en una anotación de 1934 dice: “la especie humana sólo tiene dos capacidades ilimitadas, sufrir y mentir. Combatiré la religión como la raíz de todas las mentiras humanas y como la única excusa para el sufrimiento”.


A mediados de los años treinta Rand estaba ocupada en armar un libro, “una defensa del egoísmo con el verdadero sentido de esta palabra”. Piensa que “espiritualmente estamos por detrás de la Italia del Renacimiento”. Y no es por culpa de las máquinas: “al final solo será que la pequeña palabra ‘yo’ acabó borrada de la conciencia humana tras dos mil años de influencia cristiana y con ella todo lo que ‘fue’ la conciencia humana”.


Eilenberger interpreta así a la señora Rand: “Solo había una forma de salir de la caverna: la reconquista del ‘yo’ mediante la negación radical de la relevancia de las demás, de todas las demás personas”. Rand inventa un personaje, Roack, que encarna el ideal que propone: “la naturaleza no tiene ningún valor en sí, sino solamente para él y sus proyectos. Los únicos obstáculos que se interponen en el camino de la búsqueda de la felicidad así descrita son… los demás”.


Su doctrina: “la única forma económica que permite un intercambio verdaderamente no violento entre individuos en el capitalismo es la modalidad de un absoluto laissez-faire. Por último, el único sistema legítimo de gobierno en este sentido es una democracia tan limitada en las intervenciones estatales como directa en las consultas”.


Además es enemiga del altruismo: “el altruismo es la doctrina que exige que se viva para los demás y se ponga a los demás por encima”. Después de definirlo, se pronuncia: “nadie puede vivir por otro. Nadie puede compartir su mente, como nadie puede compartir su cuerpo. Sin embargo el second-hander ha explotado el altruismo y ha invertido el fundamento de todos los principios morales. A los hombres se les ha enseñado todo lo que destruye al creador. Se les ha enseñado que la dependencia es una virtud. El que trata de vivir para los demás es un ser dependiente”.


Hannah Arendt.- Era judía, muy menuda –medía un metro sesenta– y fue alumna de Karl Jaspers y de Martin Heidegger, con quien llegó a tener una relación amorosa. En una carta él le dice a ella que el amor es un acontecimiento “en el que la presencia del otro irrumpe en nuestra vida”.
Acosada por la policía, huyó de Alemania desde 1933. Su marido Günther Anders –gran escritor, autor de un libro clave, que les receto, La obsolescencia del hombre– era primo de Walter Benjamin. Instalada en Francia, primero fue profesora de liceo en Roanne, cerca de Lyon, era activista política y también ayudaba a los refugiados alemanes en Francia. Tenía un apartamento en la calle Augusto Compte adonde llegaban; y adonde llegó León Trotski huido de Rusia. Desde muy joven Hannah padecía “martilleantes ataques de migraña”.


En un artículo de 1933, ¿Vamos hacia la revolución proletaria?, “ponía de manifiesto de forma bastante explícita la similitud estructural entre la Alemania fascista y la Unión Soviética de Stalin. (…) En los nuevos sistemas totalitarios a lo Hitler y Stalin, que tendían al capitalismo de Estado en su forma económica externa, pero hacia un estado vigilante y opresor en su estructura interna, se instalaba una ‘dictadura burocrática’, como la llamaba Weil, con la ayuda de la clase funcionarial, la más interesada, y de técnicas de vigilancia cada vez más avanzadas”.


En 1934, Hannah Arendt vive en París como refugiada judía y “estaba ya decidida del todo a no ocuparse ‘nunca más de ninguna historia intelectual’, con veintiséis años, se propuso renunciar a su existencia erudita y entregarse a un empleo práctico, que para ella solo podía ser en aquella situación el ‘trabajo judío’”. El credo de Arendt en aquel tiempo era el siguiente: “Quien es atacado como un judío debe defenderse como judío. No como alemán, o como ciudadano del mundo, o en nombre de los derechos humanos o algo parecido”.


Dice Eilenberger: “el modo de pensar de Arendt pude considerarse el esfuerzo por conocerse a sí misma como ser humano en representación de todos los demás, disolviendo su mera existencia de refugiada y sometiendo la teoría política de su tiempo y ámbito cultural a un cuestionamiento fundamental: ¿cómo pensar el derecho más básico de todos –el derecho a tener derechos– dentro de un marco conceptual que renuncie a la abstracción del ‘hombre en sí’ y que no se deje arrastrar por la tentación de reducir de manera subrepticia a cada individuo a una parte necesaria de un colectivo (también en el sentido de un pueblo, de una nación, de una clase…)? ¿Cómo pudo toda la tradición de la filosofía soslayar la simple existencia de este problema?”.


Sobre el amor: “para Arendt la paradoja que había que resolver era, según exponía en su carta a Blücher, la de cómo ‘conseguir las dos cosas a la vez’, ‘el gran amor y la identidad de la propia persona’”.


En 1940, Arendt llegó a Estados Unidos.
Simone de Beauvoir.- “Vivir un amor significa proyectarse a través de él hacia nuevas metas”, escribió desde muy joven, acaso reflejando su indisoluble unión con Jean-Paul Sartre. La existencia del ‘otro’, escribiría desde una mirada retrospectiva, “siempre fue un peligro para mí (…). Siempre me mantuve en actitud defensiva. Con Sartre había salido de ese estado cuando le dije: ‘Somos uno’. Lo había puesto junto a mí en el centro del mundo. Nos rodeaba gente repulsiva, ridícula o divertida, que no tenía ojos para verme; yo era la única mirada. Por eso no hago en menor caso de las opiniones de otras personas”.


Dice Eilenberger: “desde hacía casi cinco años, Jean-Paul Sartre y ella formaban ya una singular pareja; estaban unidos por una completa devoción intelectual al tiempo que abiertos a otras experiencias y aventuras. En 1929 habían obtenido los primeros puestos en los exámenes finales nacionales para profesores de filosofía y, como establecían las reglas del sistema, fueron enviados desde París a una provincia para sus primeros años de enseñanza”.


Ser maestra rural, con los meses, acaso por la distancia con Sartre, provocó una seria crisis en Simone de Beauvoir: “La época del gran ‘nosotros’ había pasado, al igual que los años de su despreocupada adolescencia. Casi sin interés por la política, aburrida de su trabajo, con una crisis personal y estancada en lo literario, el único sentimiento sincero que le despertaba su entorno social y que podía confesar era un vago odio al ‘orden burgués’”. Ver a su superyó en el espejo sólo le suscitaba pensamientos negativos. “Sin marido, sin hijos, sin hogar, sin posición social. ¡A esta edad, quieres ser alguien en el mundo! (…). Beauvoir no estaba simplemente sola; se sentía sola. Como si el universo quisiera burlarse de ella (…). Cualquier otra cosa menos la historia personal y, sobre todo, la realidad que una vez soñó para sí misma. Todo menos la ansiada salvación mediante la filosofía”. En verdad su autocrítica va en coro con la despiadada crítica de su propio padre: “eres demasiado vieja para poder pensar, ya no digamos para escribir un buen libro. Nunca serás más que la puta de ese gusano”.

La relación con Sartre perduró para el siempre de ambos. Y fue abierta. En 1935 se incorporó a la vida marital una chica “con raíces familiares en la alta aristocracia rusa”, Olga Kosakiewicz. Vivía con ellos; no sé si en casa había dos o sólo una cama; en todo caso, no había tres; máximo dos y nunca se aclara. Pero algo se rompió, algo se volvería a construir. “El fabuloso secreto del amor con Sartre radicaba desde el principio, pensaba Beauvoir, en el hecho de que, en su unión, ambos habían logrado la identidad única y sin fisuras del ‘nosotros’ (…) Para Beauvoir, en 1936, el reto era reconocer las evidentes transgresiones dentro de un único y unitario vínculo de amor sin arriesgar, ni aun perder, la identidad de su persona, ligada en esencia a la existencia de esa pareja. A la pregunta de quién era ella como persona sin Sartre, no hubiera podido dar una respuesta que pudiera defender a largo plazo. Ni su firme voluntad le habría permitido darla en un futuro. Después de todo, ella amaba a Sartre. Beauvoir resumía de la siguiente manera su situación en el invierno de 1936-1937: «lo que me molestaba aún más [que las diferencias con Olga] eran las diferencias de opinión que a veces me hacían enemistarme con Sartre. Él se esforzaba cada vez más en no decir o hacer nada que pudiera cambiar nuestra relación. Nuestras discusiones eran siempre muy animadas, pero carecían de rigor. Con todo, no tuve más remedio que revisar algunos postulados que hasta entonces había dado por sentados: tuve que admitir que era un error forzar al otro y a mí misma a la ambigüedad de la cómoda palabra ‘nosotros’. Había experiencias que cada uno tenía que vivir por sí solo. Siempre había reconocido que las palabras no logran sacar las cosas a la luz; tuve que sacar las consecuencias de ello. Mentiría si dijera ‘somos uno’. La armonía entre dos individuos nunca es algo dado, debe ser conquistada una y otra vez. Por fin lo veía»”.

En la primavera de 1937, Gallimard rechazó La náusea de Sartre. ¿El motivo? “La elaboración de la obra como una novela claramente metafísica, algo difícil de digerir, también para Beauvoir, que desde el principio había acompañado a Sartre como primera lectora y revisora”. Lo que Beauvoir se preguntó fue: “¿Cómo puede ser nuestro punto de vista tan diferente del de los demás?”. Finalmente, en 1938 se editó La náusea y tuvo mucho éxito, pero dos editoriales rechazaron los relatos de Beauvoir.


Lo que está claro es “la convicción que Beauvoir tuvo durante toda su vida de que las disposiciones mentales de los hombres y las mujeres eran genéricamente diferentes, y las ilustraba con dos ejes, ‘plasticidad frente a rigidez’ y ‘realidad frente a delirio’. Una categorización que, si bien se mira, no dejaba en buen lugar a los básicamente sistemáticos varones. Incluso un delirio ‘planeado’ sigue siendo justo lo que es, un delirio (y, por tanto, una forma eminente de perder el sentido de la realidad)”. Al respecto, en cierto momento la propia Beauvoir escribe: “más bien habría que explicar qué es lo que permite a ciertos individuos soportar ese delirio planeado en que consiste un sistema y de dónde les viene la tenacidad que hace de sus ideas las llaves del universo. Ya he dicho que esa clase de obstinación es ajena a la condición femenina”.


Hacia 1941 ella detecta un cambio en ella misma: “por fin admití que mi vida no era una historia que me contaba a mí misma, sino un compromiso entre el mundo y yo”.


Simone Weil.- Simone Weil era compañera de estudios de Simone de Beauvoir. De esa época es el siguiente testimonio de Beauvoir sobre Weil: “Colette (…) me hablaba a veces de Simone Weil y, aunque no le tenía mucha simpatía, aquella extraña se introducía en mi vida: era profesora. Se contaba que vivía en una pensión de camioneros, y que el primer día de cada mes ponía sobre la mesa su sueldo: cada cual podía servirse (…). Su inteligencia, su ascetismo y su extremismo me causaban admiración; sabía que no le habría causado lo mismo si me hubiera conocido. No podía incluirla en mi universo y me sentía vagamente amenazada”.


Comenta Eilenberger que “ya en su primer encuentro ambas se repelieron como dos imanes” y enseguida cita a la Beauvoir: “una gran hambruna había sacudido China, y me dijeron que ella (Weil) prorrumpió en sollozos cuando recibió aquella noticia; esas lágrimas me obligaron a respetarla aun más que sus dotes para la filosofía. La envidiaba porque tenía un corazón capaz de latir para todo el mundo. Un día pude conocerla. No sé cómo entablamos conversación; me explicó en un tono cortante que una sola cosa contaba hoy en toda la tierra: una revolución que diera de comer a todo el mundo. De manera no menos perentoria le objeté que el problema no es hacer felices a los hombres, sino encontrar un sentido a su existencia. Ella me miró fijamente. ‘Cómo se nota que usted nunca ha pasado hambre’. Ese fue el final de nuestras relaciones”.


“En diciembre de 1934 (…) Weil cumplió un sueño que había acariciado desde sus días de estudiante y se dedicó a trabajar a destajo en París como ayudante no cualificada en una fábrica de componentes metálicos (…). Quería experimentar en sus propias carnes la opresión que ella, como pensadora, aspiraba a erradicar. ¡Fuera de la torre de la teoría! ¡A la sufrida vida diaria de los trabajadores! Ni Marx, ni Engels, ni Lenin, ni Trotski, ni Stalin habían conocido en realidad la vida dentro de una fábrica. Y eso se notaba claramente, según la crítica de Weil, en sus respectivos análisis y métodos”.


Weil fracasó como obrera: “ni una sola vez durante esos seis meses lograría producir la cantidad mínima de piezas establecida. En vez de ello, no hacía sino dejar con triste regularidad productos defectuosos; las máquinas bloqueaban su voluntad; las partes simplemente se caían o fallaban; confundía piezas esenciales, las olvidaba, las insertaba de manera incorrecta y, muy a menudo, una vez producidas, las olvidaba en la máquina”.


Weil critica a Marx: “los marxistas creen que todo desarrollo de las fuerzas productivas hace avanzar a la humanidad por el camino de la liberación aun al precio de una opresión temporal. Es natural que los bolcheviques, armados con tal certeza moral, asombren al mundo con su violencia. Sin embargo, es raro que los dogmas tranquilizadores sean racionales (…). Marx nunca explica por qué las fuerzas productivas deben crecer. El auge de la gran industria ha transformado las fuerzas productivas en la deidad de una suerte de religión (…). Esta religión de las fuerzas productivas, en cuyo nombre varias generaciones de empresarios han oprimido sin escrúpulo moral alguno a las masas trabajadoras, es también un instrumento de opresión en el seno del movimiento socialista; todas las religiones hacen de los seres humanos un simple medio de la providencia, y el socialismo lo pone a servicio del progreso histórico, es decir, del desarrollo de la producción”. Concluye Eilenberger: “en consecuencia, Weil llevó sus observaciones de 1934 a la paradoja de una creencia en el crecimiento ilimitado en un mundo de recursos limitados”.


1937: “Simone Weil había cruzado la frontera para unirse a la milicia [republicana en la guerra civil española]. Pidió un fusil, la pusieron en la cocina y se echó una olla de aceite hirviendo en los pies”. Cuando estaba en un sanatorio suizo, “durante la primavera de 1937, la colección de discos de un estudiante de medicina interino se convirtió en la única terapia eficaz. Su sufrimiento se había intensificado de tal modo que en el punto más crítico de las oleadas de ataques que padecía incluso se había llegado a pensar en su muerte. Solo la música podía liberarla un poco del tormento. En particular, unas grabaciones de los Conciertos de Brandenburgo de Bach”.


En el mismo año, 1937, Weil escribió un ensayo, No empecemos de nuevo la guerra de Troya, donde dice: “durante diez largos años, griegos y troyanos se masacraron unos a otros por Helena. Ninguno de ellos, excepto el guerrero aficionado Paris, tenía ningún lazo con Helena. (…). Para alguien capaz de ver, no hay señal más aterradora que el carácter irreal de la mayoría de los conflictos que hoy estallan. Poseen aún menos realidad que el conflicto entre griegos y troyanos. En el centro de la guerra de Troya al menos había una mujer, y una mujer extraordinariamente hermosa. Para nuestra época, las palabras adornadas con mayúsculas ocupan el lugar de Helena. Si tomamos una de estas palabras henchidas de sangre y lágrimas e intentamos desentrañarla, encontramos que carece de contenido (…) todos los términos del vocabulario político y social podrían servir como ejemplo: ‘nación’, ‘seguridad’, ‘capitalismo’, ‘comunismo’, ‘fascismo’”. Según el análisis de Weil, estos términos quedan privados de toda referencia identificable, sobre todo por el uso absoluto que se hace de ellos en el discurso político, y sus posibles significados se disuelven en la indefinición: “cada una de estas palabras parece representar una realidad absoluta independiente de toda condición, un objetivo absoluto y, al mismo tiempo, introducimos una forma gradual, o de una sola vez y de manera arbitraria, cualquier cosa en cada una de esas palabras”.


Mirando los gobiernos de la Europa de su tiempo, Weil compara fascismo y comunismo y encuentra, “en ambos, la misma apropiación estatal de casi todas las formas de vida individual y social; la misma militarización delirante, la misma unanimidad artificial lograda mediante coacción, en beneficio de un solo partido que se fusiona con el Estado y que se define por esa fusión”. Le preocupa, sí, que el uso de la violencia sea connatural al animal humano: “si todos están destinados al nacer a sufrir la violencia, es esa una verdad que la fuerza de las circunstancias oculta al espíritu de los hombres. El fuerte no es nunca absolutamente fuerte, el débil absolutamente débil, pero ambos lo ignoran”.


En medio de su enfermedad y de sus dolores, a partir de la experiencia con Bach, Simone Weil empezó a vivir la música sacra de una manera muy particular: “asistió [en 1937 y 1938] a tres misas y conciertos al día en sus viajes a Florencia, a Bolonia o a Roma. Dondequiera que el canto litúrgico o el sonido del órgano llenaban una iglesia, sus dolores quedaban en un segundo plano, y hasta le permitían experimentar con honda devoción, un sentimiento de elevación sobre el reino del aquí y ahora físicamente condicionado. Como si allí, detrás del dolor absoluto, otro mundo la esperase para curarla”. También se ejercitaba con poemas: “consistía en recitar poemas a modo de mantras en las fases de máximo dolor (‘el poema enseña a contemplar pensamientos en vez de cambiarlos’)”. Ya en noviembre de 1938, “según su interpretación, se había llenado de la presencia del amor divino, una forma de presencia que era para ella ‘más real que la de una persona real’ (…). Weil se sentía transformada, ‘tocada por Dios’”. 


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