sábado, agosto 15, 2015

NAVIDAD DE ABRAHAM VALDELOMAR CARTA PASCUAL




NAVIDAD DE ABRAHAM VALDELOMAR
CARTA PASCUAL
Señor don Jesús de Nazaret

En el cielo, a la diestra de Dios Padre Todopoderoso
Mi Señor y mi Dios

No es gran merito que en mi sazonada juventud continúe siendo tu siervo, pero creo que tiene algún valimiento el que lo sea después haber leído la vida de Mahoma, a través de la admirables páginas de un súbdito ingles, tu hijo y mi hermano, Thomas Carlyle. Porque de no seguir tus pasos para besarlos, te declaro, con toda hidalguía y con la franqueza que me has dado, que seguiría a aquel sabio profeta que entra triunfador en Medina Al-Nabí y que escribiera el fantástico Corán en omóplatos de carneros.

Pero pláceme ser cristiano, el libro de mi predilección, me parece pensada por ti y escrita por los doce apóstoles, para deleitar mi espíritu. ¡Que firmeza y que elocuencia desbordante, y que galana sencillez en el decir, y qué pureza para concebir la otra, la verdadera vida! El Corán es más bien una exaltación de los sentidos, Mahoma, el ilustre viudo, era austero, pero dejó a sus musulmanes una religión gastronómica. Su admirable libro parece escrito, en ciertos pasajes, por Brillat-Savarino o por aquel discretísimo primer mayordomo del cardenal Richelieu. Y es que hay dos cosas que no se pueden juntar: las teorías metafísicas y el cerdo relleno. Por eso, señor. Prefiero tu cielo sin banquetes y sin huríes, pero plácido, tranquilo, transparente, bueno, musical, fresco e intangible. ¿Para que desearía, mi divino Jesús, ir al cielo, si aún allí las carnes me habían de torturar y si iban a atarme las mujeres con las cadenas de sus brazos mórbidos?

Pero te hablaba de la Biblia. Tengo una edición inglesa con pasta flexible. La he leído con detención en estos días de tu nacimiento. David me ha enternecido. El poeta, tu ancestral, debió ser sensible como una rosa de Jericó. Fue rey poeta, como el Káiser, y obligadamente tenía que ser de la predilección de tu padre. San Juan, aquel autor del Apocalipsis, ha exaltado mi fantasía de meridional. ¿Y aquella Ruth, la espigadora, que parece sacada de un poema de mistral? Ella es el esparcimiento de mi más pura contemplación. Sólo de tales gentes, nobles y sencillas, pudo salir el pueblo electo y pudiste salir tú, que eres la encarnación de todas las virtudes, de la sabiduría, de la verdad y del Amor.

Yo te amo y soy tu siervo, porque eres humilde y de humildes vienes. Por haber nacido en el establo, por ser hijo de un carpintero, porque tu padre ha sido el único sobre la tierra que montó a burro y no fue ridículo. Porque, desengáñate: tú no eres un Dios de humildes y dolientes, de triste y desconsolados, de pobres de hacienda y de felicidad. Tú eres lo que faltaba en el mundo: la generosidad, el amor, la abnegación. Por primera vez, el consuelo de una nueva vida. ¿Qué vale, al lado de esto, todo lo que Prometeo dio a los hombres? ¿Te acuerdas de ese presuntuoso párrafo de Sófocles, en que Prometeo enumera a las Oceánidas los bienes que hizo? Aquella declaración, vibrante y hermosa, es el complete-renda de la presunción. Sin embargo, lo encadenaron. Tú nos distes más y te crucificamos entre dos ladrones. Y tú, señor, nunca te quejas ni hablas de ello.

Coordinabas mi razón, a los cinco años, cuando empecé a conocerte por boca de mi madre. Tú, que como yo quisiste tanto a la tuya, sabes que las madres, no se equivocan, sobre todo cuando uno tiene cinco años. Ella, mi madre, me hablaba de ti, encantado escuchaba yo las largas pláticas pintorescas, sobre todo tu nacer, vivir y luchar. Supe que tuviste partidarios selectos, que hoy te acompañan y que sin embargo alguna vez te negaron; supe que la soldadesca se burlaba de ti porque te temía; sé que un pobre pecadora enjugó tus divinos pies con su cabellera de ébano porque la perdonases, y que fue de las contadas que asistieron, según Rubens, al descendimiento de la cruz.

Una noche, clara y serene, con ésta en que te escribo, mi madre cogió me de la mano, en ese lindo puerto de Pisco donde pasé mis infantilidades, y me dijo.
--vamos a ver el nacimiento de Dios, hoy a las doce nace Nuestro Señor Jesucristo…

Salimos. En la ciudad celebrabas con alborozo tu nacimiento. Quien veía aquel reír de bocas y silbar de pitos, y crujir de maracas y chocar de voces, y reclamar de vendedores y chocar de gente, tenía que comprender que esa era tu pueblo. En el templo, la magnificencia luminosa desleía su paz sobre las mil personas que cruzaban la estrecha nave con dificultad. El incienso perfumaba y purificaba el ambiente, y en sus nubes se quebraban las luces. En el altar mayor, que esbeltos cirios decoraban, te vi, señor, entre la paja bíblica, con tu cabeza nimbaba, recibiendo el homenaje de tu padre feliz y de tu santísima madre encantado, la Virgen María. Una estrella de cauda luminosa, guiaba hacia ti a los reyes de todas las progenies, que aparecían diminutos sobre los cerros de cartón-piedra, cabalgando caballos engalanados. Toda una humanidad vivía en aquel nacimiento, pululando entre bosques, ríos, y lagos, llanos, montañas y sembríos. Besé tus pies divinos, pulidos y fríos, y me dijeron que ya no me condenaría. Cantaron matinés, dijo su sonoro decir de gallo, y viniste al mundo la mil ochocientas noventa vez.

Vueltos a caso, se abrió la puerta del comedor y apareció la mesa. Sobre el blanco mantel había una cena regalad, aunque humilde. Un lechoncito tostado al horno, con almendras y pimentones, holgado en hojas verdes de lechuga, plátanos; racimos de uvas pintados, ácidas a la vista; una empanada de choclo dorada al fuego como joya de orfebre, y pan calientito. De la cocina llegaba el olor escandaloso de los chicharrones, humeaban los tamales en una fuente entre las marchitas hojas de banano y el ponche de agrás, oliendo a canela y nuez moscad, lucía en una jarra transparente. Además, rosas, claveles, jazmines, aromas y albahaca.

Durante la cena, entre el tamal y el pastel de choclo, me quede dormido. Alguien había insinuado en la mesa un cuento de Navidad. Soñé que lobos y perros furiosos atacaban mi caravana en una pampa ilimitada. Luché con ellos durante mucho tiempo y el fin de la lucha, ensangrentado pero fuerte, te vi venir a mí. Desde entonces te adoro, señor, y por eso te escribo, porque sé que Eres y que me escuchas. Quiero, pues, informarte de lo que veo.

Las cosas, hablando en oro, están muy mal desde que te fuiste, Hijo de Dios. A los hombres, que antes iban hasta el crimen para defenderte, ya no les importa de ti. Aquí, en esta ciudad donde inquisidores crueles quemaran herejes, ya no hay inquisidores y, como consecuencia, los herejes han invadido todos los caminos. Son ahora, escritores, frailes, médicos, políticos, poetas, rufianes, apóstoles y jóvenes serios.

Dobles, perfilada, deslealtad, vileza, cobardía, ingratitud, atrofian el sentimiento; necedad, bellaquería, presunción, chabacanería y esterilidad, son exponentes; de la inteligencia; la abulia reina y el mal gusto impera. Así está tu mundo, señor, este mundo por el cual te dejaste colgar de una cruz del Líbano.
No me inculparas de pesimista. Tú sabes que me harta la manada y que soy y seré el más feliz de tus siervos, siempre que no me niegues el cielo, el mar, la tierra, los arboles, mis recuerdos, uno que otro libro favorito y tu bendición, señor.


























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